INFORMACIÓN ADICIONAL SOBRE LOS GUISANTES

El Tercer mes del año nos trae las primeras vainas de guisantes. Las más tiernas y dulces. Esas que llaman en otras tierras “guisantes lágrima”. Una delicada forma de nombrar a una legumbre sencilla y humilde, a la vez que, difícil de cultivar por la atención y el trabajo que requiere. Por el esfuerzo y el dolor de espalda que conlleva llenar una bolsa con tan exquisitas perlas azucaradas.

El guisante es rico en glúcidos y en sales minerales, contiene sacarosa, de ahí su sabor dulce, y con 150 g se cubren dos tercios de las necesidades diarias de las vitaminas C y K y casi el 10% de vitamina A. Interesante para asimilar el hierro que ingerimos en una misma comida. Si los ponemos a germinar durante 3-4 días su contenido en vitamina C se multiplicará por tres, pero si tardamos demasiado en cocinarlos o si los dejamos meses congelados, o si dejamos el guiso en un termo caliente sus vitaminas se dividirán por tres.

En cuanto a los minerales, 150 g completan la cuarta parte de las necesidades de hierro, la quinta de las de fósforo y la sexta de las de magnesio.

Entre sus beneficios están ser muy útiles en caso de anemia, favorecen el desarrollo y el crecimiento en niños por su contenido en proteínas. Los guisantes son vasodilatadores, una importante prevención para la salud cardiovascular. Mejoran el estado de ánimo y la astenia primaveral.

 

LA MEMORIA DE LOS PÉSOLES, ESAS PERLAS VERDOSAS Y DULCES

Un texto de Pedro Casamayor

Adentrarme en la memoria de esta legumbre. Desgranarla y dejarse llevar me retorna a una carpeta no abierta desde hace años. A cuatro o cinco colchones. Uno encima del otro y más tarde al sonido del Cinexin color naranja.

De niño el aburrimiento siempre fue el mejor de los inicios para la aventura. No había nada como oír a tu madre la frase guillotina: “Pues, si te aburres, date con una piedra en la espinilla” y la imaginación cogía vuelo. Yo creo que al escritor danés Hans Christian Andersen su madre también se lo decía y que ese fue el inicio de tan maravillosa agudeza a la hora de escribir cuentos.

La despensa de la abuela estaba al fondo, en la parte más sombría y recóndita de la casa. Ese era el lugar donde crecían los monstruos más miedosos y callados y donde como en un bazar de Estambul, se podían oler desde las especias de la matanza, a los melones colgados de cuerdas del techo, a la naftalina de los armarios repletos de trajes de otras épocas o a baúles con ropa y libros antiguos. Pero antes de entrar en la nave del tiempo, había que pasar por otra habitación anochecida. En aquel lugar vivía la luna detrás de los postigos y la presidía un cuadro con alas. En él, un niño y una niña se asomaban a un precipicio. Detrás, muy cerca, los vigilaba un ángel rodeado de luz. Era el ángel de la guarda y nos decían que estaba allí para proteger a los niños más traviesos. Por tanto, deducimos, que debería de ser la habitación más segura de toda la casa. En aquel cuarto, para mí y para mis primos, una máquina de coser Singer zurcía hilo a hilo nuestras siestas, siempre con algún agujero por donde escaparnos del descanso impuesto.

En uno de esas pausas, el guisante del cuento de Andersen se coló en nuestros colchones. Queríamos saber, después de haber leído la historia y visto las ojeras de la princesa, si una simple leguminosa podía molestar tanto a la hora de dormir. Pero, por aquel entonces, no teníamos guisantes, por lo que decidimos meter una piedra pequeña y por turnos subirnos al colchón más alto para comprobar las palabras del relato. Después de mil caídas, de cien mil empujones y risas desde la esponjosa cumbre, no entendíamos nada. ¿Cómo la princesa pudo sentir en su cuerpo aquel guisante? Sin duda ni yo, ni ninguno de mis primos ni primas llevábamos sangre azul en nuestras venas. Allí nadie se clavaba la piedra ni la sentía en ninguna parte del cuerpo. También es verdad, que lo que Andersen no sabía, es que los colchones de la abuela eran de lana y que a veces, en su tendencia a apelmazarse, la sensación al dormir en ellos no era de guisante en la espalda, sino de castañas o incluso melocotones en las costillas. Estaba claro que la princesa no era de mi pueblo y que no se iba a adaptar a nuestros juegos salvajes entre ortigas, leche blanca de higueras, flechas y arcos.

Al día de hoy, cambiamos las siestas por tertulias y hemos reemplazado el ángel por viejas heroínas vestidas de blues y por la luz de un ron añejo. De momento el guisante sigue sin molestar en la espalda.  Como es lógico preferimos su dulzor en nuestras bocas, cubriendo el campo, subiendo por las cañas clavadas en la tierra. Enredándose y tapando cualquier señal malintencionada. Entregados, cada uno en su cuento, aquellos primos vivimos inseparables. Como guisantes dentro de su vaina, nos intuimos, nos engordamos y nos acariciamos bajo la no certeza de un final feliz. Contentos…sin moralejas que entender.

 

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